martes, 22 de noviembre de 2011

MmmmNNNNrrrrrrggghhhhhrrr AArrghhhrrrMMnnn!!

Bienvenidos queridos y jugosos wannabe's!

Os invito a acompañarnos durante nuestra semana zombie, con interesantes artículos sobre música, películas, series, ropa, maquillaje, libros y cuentos... obviamente todo relacionado con los muertos vivientes.

Así que agarrad los rifles, las semiautomáticas, las ballestas, las armas que queráis, con tal de poder defenderos de esos cadáveres andantes, o sino, afilad los dientes, si os apetece aliaros con la élite del más allá.

Hoy os dejo con la primera entrada, escrita por muoi, Zombie Bunny (más conocida por la abreviatura ZeeBee)... mi redacción de "cómo será mi vida cuando tenga 30 años".

SMILE BITCHES!

ZeeBee xox



Miré por la ventana. La calle parecía desierta, pero había aprendido a no fiarme de eso. Mi M-16 descansaba cómodamente en mis manos. Había tenido mucha suerte al encontrar aquella casa el mes pasado; aquel tipo no tenía pintas de ser un aficionado a las armas semi-automáticas. La gente en momentos de desesperación demuestra realmente cómo es, supongo. 

Gente... esa palabra no se usaba tanto ahora. Más bien nos referíamos a personas individuales, pequeños grupos, y nadie daba el nombre. Usabas el nombre y te familiarizabas, y eso hacía que fuera más difícil matarlos luego. Las acumulaciones de gente no se veían ya, y si veías muchas personas juntas, te echabas a correr en la dirección contraria.

Recuerdo aquellos días tan sencillos, cuando todo esto era pura fantasía. Yo era aun adolescente cuando se pusieron de moda los muertos vivientes. Ya habíamos pasado las épocas de vampiros, licántropos y demás, y ahora nos molaba la idea de un apocalipsis zombie - qué equivocados estábmos. La verdad es que daba miedo lo preparados estábamos; sabíamos qué armas eran eficaces, qué necesitaríamos para sobrevivir... Además, había libros, películas, series, videojuegos, todo sobre el tema. Pero entonces estábamos a salvo, en nuestras habitaciones, destrás de pantallas de ordenador.

Recuerdo, también, el día que cambió todo. Fue el 11 de setiembre, 2016; yo tenía 22 años. Fue un lunes. En Madrid, en un tren, un hombre sufrió un ataque "epiléptico" y murió. A los diez minutos, resucitó y empezó a morder a todos los que le rodeaban.

Fue una reacción en cadena; al cabo de un año, España se dividía en vivos y muertos andantes, con los úlitmos dominando. El mundo nos dejó tirados, sin ayuda militar ni evacuación. Aislaron la península. Portugal se infectó a los pocos meses, y en el 2018, Europa también cayó. Fue entonces cuando América intervino. Obvimente, la cosa solo empeoró. Tres años después del primer infectado, el mundo entero estaba condenado.

Yo justo había acabado la carrera de diseño de moda. Fue mi primer verano que no iba a acabar con otro año académico. Iba a ir a trabajar en Italia con mi pareja, Iñaki. Pero no nos dejaron salir del país.

Algunos lo llamaban el fin del mundo, otros, el día del juicio. Yo lo llamaba Kharma. Era nuestro futuro, lo que hay, ¿qué se podía hacer? Ajo y agua, como siempre decía. 

Mi padre sabía de armas, y durante el primer año de infección, cuando nos refugiamos con Iñaki y sus padres, nos enseññó cómo usarlas. He usado de todo tipo en estos años, pero mi preferido siempre será el M-16. Vivíamos - si se podía llamar vivir - en la casa de mis suegros, cerca de Monjuïc. A mí me parecía mórbidamente irónico: esconderse de los muertos al lado de un cementerio. Eso fue cuando el virus llegó a Barcelona.

Sobrevivimos allí durante nueve meses, haciendo turnos para ir a buscar comida. Pero, el 15 de mayo del 2017, mi padre y el de Iñaki salieron a por suplementos y no volvieron. Esperamos durante tres días, y entonces fuimos a buscarlos Iñaki y yo.

No sé porqué fuimos - conocíamos los riesgos y eran altos. Era prácticamente imposible que nuestros padres no fueran comida de los infectados, de esos repugnantes cadáveres andantes. No tardamos en volver a la casa, sin ellos, procurando no dejar rastro. En la habitación de arriba la encontramos. Estaba dando vueltas, perdida, arrastrando los pies y con una expresión vacante en el rostro. Iñaki alzó la pistola de mano y apuntó a la cabeza. Ni siquiera parpadeó cuando apretó el gatillo. Ese día los dos nos convertimos en huérfanos. 

Seis años más tarde, seguimos en Barcelona, ahora en las Ramblas. La calle Tallers es igual que antes; igual de desierta, oscura y vieja. La lluvia lava periódicamente la sangre de los masacres.

Miro por ventana y lo veo. Apunto a la cabeza y espero. 1... 2... 3 segundos, y después... otro cadáver rematado.

Iñaki tiene 32 años ya, y yo pronto cumpliré 30. Nunca hablamos de tener hijos, ni del futuro. No sabes si sobrevivirás a ver otro amanecer, asñi que hablar de un futuro es fantasía, sueños secretos que jamás se contarán.

Traer un niño a este mundo sería un crimen igualmente, una idea tan inpensable que jamás lo mencionaría. Nadie lo haría. Una vez con 18 años, Iñaki y yo bromeábamos de tener hijos, de casarnos, de vivir lejos de aquí, pero eso fue antes de que el mundo muriera.

Hace doce años que no hablamos de eso, pero mientras le miro dormido, con su cara de niño perdido y sin preocupación alguna, y acaricio mi abdómen, notando ese ligero bulto que me alegra y espanta a la vez, pienso que ya era hora de volver a sacar el tema.

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